Murió.


En algunas casas de San Isidro, donde vivo, hoy algunos sonríen. No festejan abiertamente, guardan sus cacerolas para otro momento, se cuidan de que no se les note, pero sonríen. Nada más es necesario, esa sonrisa lo dice todo; es una piedra en el zapato, de esas que al principio molestan y después duelen, de esas heridas que al final tenés que frotar con alcohol porque después se infectan.

Pienso por qué a estas personas les produce tanto placer que alguien reviente, qué habrá hecho Néstor Kirchner para enojarlos tanto. Y no sé qué contestarme. Kirchner supo ser colérico, jodón, intolerante, apasionado, rebelde, informal, valiente. Supo ser lo mejor y lo peor de los argentinos, y siempre pensé que lo odiaban porque no toleraban verse en el espejo de sus propias limitaciones.

Más allá de la mezquindad y el cinismo, a los que nos gusta la política porque la creemos la mejor herramienta para mejorar la calidad de la vida de las personas, los que entendemos la dignidad humana como producto de la justicia social, hoy estamos tristes.

Cuando en 2001 saqueaban supermercados, cuando Argentina se iba a la mierda otra vez -- está vez más a la mierda que nunca -- cuando el grito unánime era "que se vayan todos", jamás hubiese pensando que personas de todas las generaciones sentirían este dolor, que serían capaces, finalmente, de llorar a un político embarrado hasta los codos en lo más sucio del juego político. Y esta tristeza que nos invade, este sentimiento de orfandad que tenemos en nuestros momentos de derrota, tiene sabor a victoria.

Por mi parte quiero recordarlo frío, sin que se le mueva un pelo, pidiéndole a los jefes militares que bajen el cuadrito de Videla. La historia se lee o se hace-- festejo que existan personas que se inclinen por lo segundo.

Segregación socio-espacial: nosotros y los otros del Gran Buenos Aires


Este articulo apareció en el primer número de la revista de pensamiento político "La Nave". El eje era la desigualdad. Salió esto.




Viven en casas precarias que dan a calles semi-asfaltadas donde el barrendero no pasa, tal vez porque no ha pasado nunca. Viven apretados, amontonados, en barrios donde las drogas conviven- como pueden- con los cuadernos Rivadavia. Hay violencia, mucha, y de todas las clases: la real deja marcas en la piel, es cierto, pero la simbólica las deja en el alma. Y si es verdad eso que dicen algunos, que las diferencias se pueden ver en la ropa, en el color de la piel y en las costumbres que nos atraviesan, entonces también podemos ver la desigualdad en los muros invisibles- pero reales- que construimos en nuestras ciudades para separarnos a nosotros, los ciudadanos en serio, de aquellos otros. Civilización y barbarie pero reloaded para los tiempos que corren.

Es que la segregación socio-espacial funciona así, sin que nos demos cuenta: edificamos nuestras casas, nuestros barrios cerrados, y tratamos de hacerlo lejos de aquellos que nos dan miedo. Elegimos la autosegregación y, con doble candado, sellamos nuestros ghettos urbanos para separarnos del otro que nos molesta, aquel que nos amenaza- nuestro antagonista social.

Si nos abstraemos de las delimitaciones absurdas entre “Conurbano” y “Capital Federal” y reconocemos en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) una misma megaurbanización, las diferencias entre el Sur y el Norte bastan para ilustrar los contrastes más obscenos: en San Isidro, por ejemplo, el ciudadano promedio puede acumular $7500 en depósitos bancarios por año mientras que en Florencio Varela la cifra desciende a $291, según datos de la consultora Abeceb. Las estadísticas nos ayudan a entender la organización de la ciudad que se manifiesta como un organismo vivo reproduciendo los principios de acumulación y reproducción de capital. Pero, ¿siempre fue así?

En su libro Transformaciones regionales y urbanas en Europa y América Latina los profesores José Luis Luzón y César Borges apuntan a la globalización y a la reducción en las obligaciones del Estado, que deja lugar al mercado para regular el espacio urbano, como los principales responsables de la segregación: “La economía globalizada estimula procesos de transformación profunda en el espacio urbano y constituye disparidades nuevas en las ciudades. El repliegue del estado en cuanto a las políticas de vivienda ha provocado procesos de desregulación. El espacio urbano, completamente desregulado, depende cada vez más de los mecanismos de mercado. Es el contraste de las zonas de poder y lujo y la pobreza lo que caracteriza la nueva polarización bipolar”.

Maristella Svampa, investigadora del Conicet, explica en Movilidad social ascendente y descendente en las clases medias argentinas que el proceso de desregulación en nuestra país tiene nombre y apellido: “En Argentina, la inflexión estructural fue concretada durante la década menemista, aún si muchos de sus pasos previos fueron gestados durante la última dictadura militar. A mediados de la década del noventa, la nueva cartografía social argentina ya revelaba una creciente polarización entre los “ganadores “y los “perdedores” del modelo”
En San Isidro y en Florencia Varela, pero también en Barrio Norte y en la Villa 31, cada uno de nosotros cumple un rol del que no podemos escapar. Ganadores y perdedores. Vencedores y vencidos. Para los primeros es fácil “la naturalización” de las circunstancias sociales que los llevan a recluirse en barrios privados, lejos del smog y el crimen que los horroriza pero del que también forman parte. Para el resto esa división resulta arbitraria, antinatural y de una violencia que, en ocasiones, sólo puede contrarrestarse con más violencia.

Tenemos agua potable, una obra social y un cantero en donde crecen flores. Nos acostumbramos tanto a estos pequeños beneficios de clase que queremos creer que son una realidad para todos, inclusive cuando la inseguridad nos susurra en la nuca que estamos equivocados. Corremos, nos escondemos, nos refugiamos en nichos donde vive gente como nosotros, como uno, que también recorre shoppings con olor a desinfectante, purificados de la presencia de los “merodeadores” de los que hablaba Sygmunt Bauman, con ironía, en Modernidad Liquida- “la clase inferior de gente que se filtra en los lugares donde sólo la gente correcta tiene derecho a estar”. Lo hacemos, dice Bauman, convencidos porque somos “creyentes, unificados por los fines y también por los medios, por los valores que respetamos y por la lógica de la conducta que adoptamos”. Por eso, también, miramos televisión y compramos diarios, engañándonos, pensando que leer o ver es igual a conocer. Pero la verdad es que estamos lejos de ese Otro que es diferente y que hacemos todo lo posible para no tener que encontrarnos nunca con esa realidad paralela que ignoramos; aquella Otra que tanto duele.