El mundial de Rugby de 1995 se convirtió en una oportunidad histórica para encolumnar a la dividida sociedad sudafricana detrás de un mismo objetivo. Cómo derrotar a los All Blacks ayudó a construir la unidad nacional post-Apartheid.
Es 1995 y las calles de Johannesburgo y de Ciudad del Cabo se embanderan: de los balcones cuelgan distintivos nacionales, las esquinas se visten de publicidades de televisores y cervezas y en las zonas residenciales grandes y chicos aprenden, a fuerza de repetición, las canciones del mundial. Esta escena que se repite cada cuatro años pertenece a un campeonato internacional pero no de fútbol: por primera vez se juega en Sudáfrica el Mundial de Rugby y Nelson Mandela, el primer presidente electo tras la eliminación del Apartheid, ve en este deporte tradicionalmente blanco la posibilidad de la reconciliación nacional.
Mandela había accedido a la presidencia sólo un año antes, en 1994, tras 44 años de segregación legal. Eso fue el Apartheid: un sistema impuesto por la minoría blanca que le quitaba derechos y separaba territorial y culturalmente a la mayoría negra autóctona. Bajo el sistema del Apartheid los negros no podían votar, sólo podían construir sus casas precarias en ghettos y debían asistir a colegios e iglesias, restaurantes y hospitales especiales para ellos: alejados y separados siempre de la sociedad en la que nacieron.
La resistencia del Congreso Nacional Africano, un partido que durante años fue considero terrorista por su rechazo al Apartheid, llevó a muchos de sus líderes a la cárcel. Mandela fue privado de su libertad durante 27 años y permaneció en una celda aislado de sus compañeros y realizando trabajos forzosos en la cantera de la cárcel de Robben. La presión internacional por la liberación del líder sudafricano y los enfrentamientos cada vez más frecuentes entre sectores negros radicalizados y la policía fueron fundamentales en el proceso de liberación de Mandela en 1992. El voto universal lo llevaría a la presidencia dos años después.
Pero no había ánimos revanchistas en Nelson Mandela. Como Urquiza en 1850, Mandela sabía que para lograr la unidad nacional era necesario que no existiesen “ni vencedores ni vencidos”. El inminente mundial de Rugby, el primero en jugarse en suelo sudafricano, proveía las condiciones para animar a la naciente “nación arcoíris”, como la llamó el arzobispo Desmond Tutu, a encolumnarse detrás de un mismo objetivo. Las reuniones que mantuvieron Francois Piennard --el capitán de los llamados Springboks, el equipo nacional de rugby- con el presidente Mandela sirvieron para motivar a un equipo de 15 jugadores mediocres a convertirse en soldados nacionales. El entrenamiento exhaustivo al que fueron sometidos por su entrenador Kitch Christie los puso en forma pero nadie consideraba a los Springboks favoritos: Australia, Inglaterra y Nueva Zelanda eran los rivales a vencer.
Durante la primera fase Sudáfrica se enfrentó a Australia, un peso pesado al que venció 27-18 y a Rumania y Canadá, a quienes aplastó, respectivamente, 21-8 y 20-0. Con tres victorias, Sudáfrica logró esquivar a rivales más duros en los cuartos de final y venciendo a Samoa 42-14 se colocó, cómodamente, en las semifinales contra Francia. En un partido parejo, los Sprinboks derrotaron a los galos 19-15 para llegar a la temida final contra Nueva Zelanda, los All Blacks, el 24 de Junio de 1995.
Mandela y Piennard se saludan después de la victoria.
La final, que se jugó en el moderno estadio Ellis Park, albergó 62.000 espectadores. Nelson Mandela sorprendió: como presidente del país anfitrión salió a la cancha con la tradicional casaca verde y dorada, durante años un símbolo de la pasión de los blancos, sus antagonistas sociales, por el rugby. En la espalda tenía el número 6 del capitán Francois Piennard. Saludó al equipo nacional y también a sus contrincantes, los intimidantes All Blacks. Años después en una conferencia de prensa, el jugador más importante del mundo, el Messi del rugby, Jonah Lomu, comentó sobre su apretón de manos con Mandela: “Yo pensaba, “le voy a dar la mano a este hombre, una persona que la gente estima tanto… no digas nada tonto”. Durante el partido no me podía olvidar de su cara. Ese hombre tiene un aura… elevó a todo un país y le dio ánimo a su equipo. El resto es historia”.
Después de empatar 9-9, los veinte minutos de tiempo extra le dieron la ventaja a Sudáfrica con un drop de Joel Stransky. El partido terminó 15-12 a favor de los Sprinboks. Al terminar el partido, un Piennard extasiado dijo que la copa no sólo le pertenecía a las 62 mil personas presentes en el estadio sino a un país entero de 42 millones.
Y es que, en definitiva, la victoria del mundial ‘95 no logró eliminar por completo las tensiones y las diferencias que aún hoy separan a una sociedad plural y compleja como la sudafricana. Pero la perspectiva histórica ayuda a entender la tormenta que supo pilotear Mandela con astucia y entusiasmo: el poder económico, político y policial ostentado por los tradicionales grupos de poder ponía en jaque una presidencia que contaba sólo con el apoyo popular pero que encontraba en las minorías a fieros adversarios, capaces de revertir la decisión popular de las urnas con la fuerza del puño y la moneda. Con la fuerza de un carisma arrollador y con la exaltación de una victoria histórica, Mandela resignificó al deporte de los opresores y lo convirtió en el deporte de una Nación. Serían muchos los obstáculos a superar en los años venideros –la pobreza indignante, el racismo explicito, la inestabilidad política- pero Mandela ya lo había entendido entonces: el deporte no es solamente el “circo” que acompañaba al proverbial pan romano; es también un poco la garra de los gladiadores.
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